Elementos
para la construcción de una
Agenda de Estado para la Transformación de la
Educación Superior
para
Transformar la Sociedad
Augusto X. Espinosa A.
Vanessa Calvas
El pensamiento dominante del
siglo XX asoció la idea del desarrollo casi exclusivamente con la generación de
bienestar material, en este sentido, el principal indicador de éxito en la
gestión gubernamental fue el crecimiento del Producto Interno Bruto.
Hacia las últimas décadas del
siglo pasado y luego del colapso del sistema socialista el debate político
ideológico mostraba fundamentalmente posiciones divergentes tanto en el
establecimiento de los instrumentos que se deberían usar para lograr
crecimiento económico como en la definición de sus indicadores; mientras que,
los sectores más progresistas se
limitaban a reclamar por la
redistribución de la riqueza y la sustentabilidad ambiental de los modelos.
En consecuencia, la política
pública o la gestión improvisada de los diferentes gobiernos la ausencia de ella, buscaba fundamentalmente
resultados cuantificables que impacten en el “sector real” de la economía; la lógica implícita determinaba que el
crecimiento económico generaría empleo, el empleo proveería de ingresos, los
ingresos permitirían el acceso a riqueza material y el ciclo virtuoso se
repetiría, logrando cada vez mayores niveles de bienestar que traerían consigo
felicidad a las personas.
La idea del desarrollo humano o
el desarrollo sustentable emergen como vitales cuando se observa que el
crecimiento económico podría ser insostenible de persistir las condiciones de
pobreza e injusticia social extrema, características de los países en “vías de
desarrollo”, y la depredación del ambiente, consecuencia del modelo económico
global orientado al consumismo extremo.
Entonces, aparece una enorme
preocupación por el diseño de políticas sociales asistencialistas y movimientos ambientalistas cuyo objetivo
fundamental era mitigar las amenazas generadas por el sistema imperante.
En definitiva, hacia finales del
siglo XX el paradigma era crecer en términos materiales evitando la
conflictividad que podría derivarse de las condiciones de pobreza de la población y tratando de palear, de alguna
forma, las afectaciones a los ecosistemas.
Al ser humano se lo valoraba básicamente por su aporte
a la producción, considerándolo junto con la tierra y el capital los
determinantes del crecimiento. En este contexto, el desafío más importante fue
maximizar la productividad del factor total (tierra, capital y trabajo)
aprovechando las ventajas absolutas (Adam Smith), las ventajas comparativas (David Ricardo) y las ventajas
competitivas (Michel Porter).
En las últimas dos décadas del
siglo XX, las ideas portianas se
convirtieron en la panacea para lograr un aparato productivo sólido que permita
a las países enfrentar “exitosamente” el reto de la globalización y la alta
competencia internacional por los mercados.
En términos generales, Michel
Porter, entendía el crecimiento como el producto final de una guerra entre
corporaciones productivas para conquistar el mercado y lograr alta rentabilidad sostenible en el
tiempo; en definitiva, la estrategia corporativa debía ser la de operar en un
mercado lo más cercano al monopolio para alcanzar beneficios económicos extraordinarios.
Según Porter, la lucha entre las empresas por el liderazgo
crearía los incentivos necesarios para la innovación y aunque individualmente
se busque el beneficio particular, la
dinámica conduciría al progreso y a la construcción de mercados competitivos.
La competitividad era el reto
y los empresarios competitivos debían
ser considerados una especie de héroes nacionales pues su función social era la
generación de empleo para dar cabida a la masa, cuyo objetivo de vida se
limitaría a encontrar la mejor opción
laboral posible. Se entendía que el tránsito al desarrollo provendría del
mejoramiento de las condiciones de vida de la población mediante la generación
creciente de empleo.
En consecuencia, lo que se
buscaba es un proceso continuo de aumento de la producción y de la productividad,
llevando a la economía a la plena utilización del factor total, a la expansión
continua de la frontera de posibilidades de producción y a la conquista de
mercados externos.
Siguiendo a Joseph Stiglitz,
Premio Nobel de Economía, se podría
decir que gracias a este espíritu
emprendedor creador de empresas competitivas y a la disponibilidad de capital
de riesgo, algunos países pudieron insertarse adecuadamente en el proceso de
globalización.
Efectivamente, la evidencia
empírica muestra que el modelo económico competitivo probablemente pudo impulsar el crecimiento económico de
algunos países pero se lo podría cuestionar seriamente desde la perspectiva de
la realización humana entendida como la satisfacción con la vida y desde la
sustentabilidad ambiental.
En los último años, el modelo ha
sido cuestionado porque la modernidad tenía implícita un juego de alta
competencia donde el éxito individual y
corporativo era relativo porque se medía
en función del éxito de los demás; se promovía un estilo frenético de vida, en
extremo competitiva, donde se debía avanzar más lejos y más rápido; este camino
de satisfacción de los sentidos a través de las consecuciones materiales no
consideraba los costos humanos asociados a esta carrera en busca del éxito, por
lo que termina agotando el SER sumiéndolo en un esfuerzo enorme por sobrevivir.
El reputado economista
británico, Richard Layard, en su libro
“La Felicidad” muestra como la acumulación de riqueza material expresada
macroeconómicamente en el PIB de un
país, no necesariamente produce un estado de felicidad en su población,
sociedades con niveles altos de ingreso per cápita pueden ser “infelices”.(Layard, 2005)
En la misma perspectiva de
análisis, la New Economic Foundation (NEF)de Londres construyó un índice para
medir la felicidad en el planeta que considera la capacidad de cada país para
ofrecer una vida satisfactoria a sus habitantes manteniendo armonía con el
entorno ambiental.
Los resultados generales de los
estudios realizados por la NEF muestran que la población mundial tendría un
pobre nivel de satisfacción con su vida 6,1 (en una escala del 0-10) y que
estamos sobrepasando nuestros límites con una huella ecológica media de 2,4 hag
. En cuanto al Índice del Planeta Feliz,
el planeta tiene una puntuación global de
49%, lo que indica que implica que la humanidad tiene que mucho que
cambiar para tener una vida larga y
feliz sin que esto implique el sufrimiento de la de la Tierra .
Paradójicamente, los países
comprendidos en el G8, es decir, los de mayor “desarrollo relativo” se ubican
en posiciones por debajo de la media del índice de felicidad del planeta y son
los de ingreso medio quienes encabezan el ranking.
Muchos estudios realizados en
diversas partes del mundo por prestigiosos investigadores han logrado un amplio
consenso en relación a la baja correlación entre satisfacción con la vida o
bienestar y el ingreso luego de sobrepasar un determinado nivel de renta, es
decir, cuando un país alcanza una renta per cápita suficiente para satisfacer
las necesidades básicas de la población el incremento del bienestar social
proviene de factores distintos al estrictamente económico, más todavía, si el
formato de crecimiento económico es concentra y profundiza la desigualdad
social.
En este sentido, la política
pública no solo debe orientarse a la generación de empleo, sino a que los
empleos generados permitan el ejercicio de las misiones personales de vida de
los individuos y su satisfacción plena; hoy no es suficiente con ocuparse del
trabajo, sino también del ocio orientado a la integración familiar, a la
participación comunitaria, a la construcción permanente de la cultura o al
ejercicio de un sano estilo de vida; hoy no es suficiente con promover la
creación de empresas productivas, sino que es indispensable que estos sean
espacios de realización personal, de encuentro común en condiciones de
igualdad.
En consecuencia, para la
definición de estrategias de desarrollo es imperativo sumar a los criterios
objetivos de bienestar material otros subjetivos de “bienser”, como una
dimensión de realización del individuo, y “buen vivir”, como una expresión de
justa e igualitaria convivencia social.
En esta línea, se escuchan voces
como las de Amayrta Sen, premio Nobel de Economía, induciendo a un estilo de
desarrollo basado en la profundización de los derechos.
Quizá buena parte de estas
disquisiciones filosóficas se produjeron en la última Asamblea Constituyente
del Ecuador que arrojó como producto una Constitución que, más allá de virtudes
o defectos, ofrece un quiebre paradigmático y ubica el buen vivir como objetivo
supremo de la acción estatal, con lo que se plantea el desafío de diseñar
políticas públicas que promuevan el goce de derechos del SER humano en armonía
con la naturaleza.
De esta forma parecería que la
creación de riqueza (entendida como léase aumento de la producción), siendo una
condición necesaria, no es suficiente para dotar de calidad de vida a los
pueblos; en consecuencia, es trascendental reconciliar a la economía con una
visión integral del ser humano en busca de crear riqueza holística.
La riqueza holística corresponde
a un salto cuántico en el concepto de riqueza convencional, recupera la idea
del buen vivir por sobre el bienestar económico/financiero, aunque no lo excluye;
recupera cuestionamientos filosóficos en relación a los motivos para existir y
encuentra respuestas en un profundo sentido solidario del tránsito humano por
la vida.
En este contexto, la necesaria
generación de empleo como elemento básico en los procesos de desarrollo de los
países se debería convertir en un acto de liberación del individuo, de uso de
sus mayores potencialidades, de expresión de sus capacidades creativas, de
concreción de sus más profundos anhelos.
Así, se rompería con el sentido “esclavista”
que la era industrial le imprimió al trabajo,
convirtiendo al SER en un eslabón más de la cadena productiva,
entendiéndolo como un factor socialmente relevante en cuanto su aporte a la
mayor producción o al costo de producir.
En síntesis, existiendo el
consenso que en cualquier programa sensato de desarrollo el mejoramiento de las
condiciones de vida de la población pasa por la generación creciente de empleo
bien remunerado y este proviene del incremento permanente de unidades de
producción, la discusión se podría centrar en las características de estas
unidades de producción.
Por lo tanto, en la sociedad del
buen vivir es vital crear una nueva dimensión conceptual de la empresa que
entienda a ésta como instrumento de realización individual de sus creadores y
colaboradores; fuente de servicio a la
colectividad; y, agente de desarrollo
socioeconómico nacional; haciendo de la
rentabilidad y las utilidades una consecuencia no un fin en sí mismo; fomentando su permanente reinversión para
profundizar el cumplimiento de misiones trascendentes, en lugar de satisfacer
desmedidas apetencias materiales y financieras de sus dueños o promotores.
En este sentido, es imperativo
conceptualizar a “La Empresa” en una dimensión diferente de “El Negocio”; la primera
se inspira en el cumplimiento de misiones trascendentes mientras que el segundo
es motivado por las tasas de retorno financiero.
“La Empresa” requiere de
empresarios con rostro social y práctica solidaria; como bien dice Fander
Falconí en la “Antología de la Economía Ecuatoriana”, un empresario que cree
empresas orientadas a “asegurar la reproducción con calidad creciente de la
vida de sus miembros y sus comunidades de pertenencia” (Falconí y Oleas, 2004:38).
De esta forma, empresario no solo
es aquel cuyo capital se orienta a la producción de bienes o servicios que se
transan en el mercado en busca de retorno financiero sino todo aquel que cumple
con una misión trascendente que implica la obtención de “retorno social”.
El reto para la transformación de
la sociedad es formar estos empresarios por lo que es imperativo un cambio
radical de la educación que posibilite una ruptura paradigmática desde un
estilo de vida basado en el hacer para tener y finalmente llegar a ser algo; a
uno basado en el “bienser” para el “bienhacer” para el “bientener” y en
consecuencia “bien vivir”.
Considerando que en la
construcción del bienser y del bienhacer intervienen las diferentes etapas de
educación por las que transita un ser humano a lo largo de sus vida y que la
formación postbachillerato o educación superior es la que le abre paso al
individuo en el mundo laboral, es necesario replantear la misión, metas,
objetivos y las acciones que este sector debe cumplir para adaptarse y
responder a los nuevos paradigmas y modelo socio-económico que se proponen para
conseguir la sociedad del buen vivir.
En este contexto, es imperativo
disponer de una Agenda de Estado para la Transformación del Sistema de
Educación Superior que aborde la transferencia, producción y transferencia de
conocimientos necesaria para construir la Sociedad del Buen Vivir.
En este blog se presentarán
documentos que abonen al intenso debate que se desarrolla en el país en esta
materia; el contenido de los documentos corresponde a sus autores y no implica
una posición institucional.
Como un aporte adicional se
presentará, a manera de propuesta, la
metodología usada para la construcción de la agenda con la intención de ofrecer
herramientas para lograr una adecuada articulación entre la planificación
nacional y la sectorial, así como, entre la estrategia y la gestión operativa
al interior de las organizaciones.
Esta metodología rompe con
conceptos clásicos de planificación estratégica y puede ser aplicada en
entidades de gobierno, en organizaciones no gubernamentales, en empresas de
cualquier escala, nivel personal; la única condición es hallar una misión
trascendente.
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